Búsquedas inciertas sobre Justicia Social: ¿aberración o necesidad urgente?

Emiliano Fallilone* 

La justicia social es una de esas ideas-fuerza, como podría denominarla el filósofo francés Alfred Fouillée, que motorizan lo social y desencadenan un sinfín de significados que pujan entre sí. El conflicto radica en los efectos que provocan esos sentidos: ¿qué decimos cuando decimos justicia social?, y ¿qué hacemos con lo que decimos que es la justicia social? La posibilidad de reflexionar sobre el acontecer de una “justicia social” resulta un desafío urgente y necesario, máxime cuando en el debate que atañe a las elecciones nacionales, los candidatos presidenciales la utilizan como una bandera necesaria, o por el contrario, prescinden de ella como una “aberración”. 

Quienes la sostienen como elemento necesario para la construcción de una sociedad justa, comprenden la centralidad que adquiere como instancia ordenadora para garantizar una plena igualdad de oportunidades, ya que en el seno de las necesidades, deben brotar los derechos. Hay un esfuerzo por colocar en el centro la dignidad y la integralidad de la persona, para gestar desde allí, la equidad como atención a la diversidad. Evidentemente hay un trato “desigual”, porque no todos parten desde el mismo punto, y esas diferencias aparecen subsanadas por distintas políticas públicas que apuntan a disminuir las “brechas”.  

En contrapartida, aquellos que la “bastardean”, vislumbran una gran injusticia en el “trato desigual frente a la ley”, y por ello, la significan como una “atrocidad” que se encuentra “precedida de un robo”. La centralidad de la crítica ronda sobre la cuestión económica y los fondos que sustentan la promoción de los derechos. Identifican la justicia social como “modelo de la casta” que hay que combatir, en conjunto con la “monstruosidad llamada equidad”.  

Se debaten entre sí, dos posiciones que giran sobre distintos centros y que claramente otorgan un lugar primordial o secundario al Estado o al libre mercado como garante de la justicia y la igualdad. La idea de “aberración” también plantea dos ejes posibles. Lo aberrante en torno a una persona que atraviesa una situación indigna, carente de oportunidades y sumergida en la pobreza/indigencia, o lo aberrante de una medida económica que “perjudica” a un tercero y se lee en clave de injusticia. En ambos casos subsiste la tentación de cometer un enorme error al vaciar el sentido más profundo de la categoría para reducirla a un concepto abstracto, a una idea que se acuña en un escritorio y se repite como slogan. El Papa Francisco afirma tajantemente que “la realidad es más importante que la idea”, ya que lo real simplemente es, mientras que la idea se elabora. La justicia social se pierde en el mundo de las ideas cuando se trata de una mera disquisición lingüística y de significados, relegando su acontecer en la realidad efectiva. 

Por eso consideramos importante recuperar un tweet que el Papa Francisco publicó desde su cuenta @Pontifex_es el 20/02/23, donde expone algunos efectos de la justicia social en pocos caracteres:

“La Justicia Social requiere que luchemos contra las causas de la pobreza, la desigualdad, la falta de trabajo, de tierra y de vivienda; contra quienes niegan los derechos sociales y laborales; y contra la cultura que lleva a usar a los demás privándoles de su dignidad”.

Es posible dar cuenta de tres grandes desafíos o luchas, como él mismo lo identifica: 1) una lucha contra las causas, 2) una lucha contra los responsables de las privaciones y 3) una lucha contra la cultura del descarte. La justicia social debe asumir en sí misma esta triple dimensión. 

Las ideas expuestas van en sintonía con la Doctrina Social de la Iglesia (DSI), que en su punto Nº 1928 afirma: “La sociedad asegura la justicia social cuando realiza las condiciones que permiten a las asociaciones y a cada uno conseguir lo que les es debido según su naturaleza y su vocación. La justicia social está ligada al bien común y al ejercicio de la autoridad”. El esfuerzo está centrado en las condiciones de posibilidad para que cada persona e institución puedan realizarse en sí mismo. La persona, por otra parte, no se entiende como “un medio para” conformar o fundamentar la sociedad, sino que es el fin último de la sociedad, que se ordena hacia el hombre. Hay un desplazamiento: la persona siempre al centro. También se vislumbra en la DSI, la importancia del bien común, comprendido como la posibilidad real de que cada miembro del tejido social se pueda realizar. No se trata de una suma de bienes particulares de cada sujeto del cuerpo social, sino de un bien que “Siendo de todos y de cada uno es y permanece común, porque es indivisible y porque sólo juntos es posible alcanzarlo, acrecentarlo y custodiarlo, también en vistas al futuro” (DSI, Nº 164).  

Ante esto nos preguntamos: ¿cuáles son las “desigualdades permitidas” en la consecución del bien común?, ¿el bien común admite la diversidad o promueve la uniformidad?, ¿puede acontecer el bien común prescindiendo de la “triple lucha” que promueve la justicia social según el Papa Francisco? A priori, la uniformidad pareciera una utopía si se contrasta con la realidad efectiva. Los índices oficiales nos remiten un 39,2% de población por debajo de la línea de la pobreza y 8,1% en la indigencia. Hay un gran porcentaje del tejido social que no se encuentra en igualdad de condiciones de posibilidad y de oportunidades. Por ello la DSI contempla el principio de subsidiaridad, tan necesario para promover que aquellos que más pueden, puedan ayudar a que otros también puedan: igualdad de posiciones.  

Entre tanto, detrás de las estadísticas se esconden historias, nombres y apellidos, sentimientos, rostros, que interpelan a la dirigencia política y a la ciudadanía toda: ¿qué hacemos con el rostro sufriente y desgarrado por la injusticia de nuestros hermanos más necesitados? ¡Al menos dejemos que algo nos conmueva y nos mueva a la reacción! Allí las peleas discursivas no promueven transformaciones, solo solapan y promueven más injusticias.  

Por tanto, sostenemos que el debate que deberíamos darnos entonces, pasa por discernir qué vamos a comprender comunitariamente como una aberración inadmisible. ¿Es “aberrante” la idea de justicia social en sí misma, o es “aberrante” la manipulación y el vaciamiento de la misma? ¿Es “aberrante” la crisis a las que se encuentran subsumidas muchas personas en nuestra Patria, o es una “aberración” tomar partida para forjar una medida económica? ¿Es una “aberración” poner a la persona en el centro? ¿Es “aberrante” luchar contra las causas de la desigualdad, la cultura del descarte y los responsables de promover estas brechas sociales? ¿Es una “aberración” relegar la construcción del bien común a la lógica ilusoria (y no humana) del libre mercado?  

Relegar la justicia social debería ser la verdadera “aberración”, porque implicaría renunciar a nuestro protagonismo en la construcción del bien común y de un mundo más humano y fraterno, para dar rienda suelta a la perversa utopía del libre mercado y las reglas de la economía por sobre la persona. Dejar de lado la justicia social implicaría renunciar a la lucha contra la instrumentalización de la persona, la cultura del descarte y las raíces estructurales de la pobreza, y eso, ¿nos permitiría construir una Patria donde nadie se quede afuera? 

 

*Licenciado en Gestión de la Educación. Docente de la Universidad Católica de Santa Fe y miembro del Equipo Arquidiocesano de la Pastoral Social. 

 



Docentes, Licenciatura en Gestión de la Educación (CCC), Maestría en Educación, Filosofía y Humanidades, Licenciatura en Ciencias de la Educación, Posgrados, Educación Continua, IDSI - Instituto de Doctrina Social de la Iglesia