Por Diego Guilisasti*
El 18 de febrero pasado, el Observatorio de la Deuda Social Argentina publicó un informe titulado “Argentina siglo XXI: Deudas sociales crónicas y desigualdades crecientes. Perspectivas y desafíos”. En el mismo, lo que más llama la atención, y ha sido rápidamente replicado por los medios, es su advertencia de que el 57,4% de los habitantes de Argentina es pobre.
Según releva el informe, el salto que se produjo fue del 49,5% en diciembre 2023 al 57,4% en enero 2024, llegando al nivel más alto en veinte años. Esto quiere decir que, durante el mes de enero último, 3.685.711 argentinos y argentinas pasaron a ser pobres.
Para profundizar aún más en el número, cabe remarcarse que, según el Indec, el total de la población argentina actual es de 46.654.581. Entonces, el 57,4% de pobreza en nuestro país implica que hay 26.779.729 de personas cuyos ingresos mensuales no alcanzan para cubrir su canasta básica de alimentos, educación, salud, vestimenta, transporte, etc.
¿Qué significa esto en términos concretos? Pasaré a relatarles un caso real con nombres ficticios para preservar la identidad de sus protagonistas.
María es mamá de cinco varones y una nena. El más grande tiene 18 años y el más pequeño es un bebé de siete meses. Cinco de ellos (todos menos el bebé) recurren a una organización social que les brinda apoyo escolar hace ya cinco años. Cuando llegaron, ninguno de ellos sabía leer ni escribir, aunque asistían todos los días a la escuela. En la organización detectaron problemas de visión en José, el hijo más grande de María. Tenía cataratas en uno de sus ojos, producto de una infección que tuvo cuando era pequeño que no había sido tratada correctamente. Desde que tenía 3 años, no veía absolutamente nada con su ojo izquierdo. En la organización cubrieron sus gastos médicos y entonces José pudo operarse, recuperando el 30% de la visión en su ojo.
Además, tres de los niños mostraban desnutrición, por lo que se comenzó con asistencia alimenticia urgente apenas entraron. La familia hacía varios años que recurría a comedores de la zona, para poder contar con al menos una comida al día; sí, poder comer al menos un plato de comida por día cuando lo recomendado son cuatro. El papá de los chicos recupera de la basura lo que cree que puede revender, pero gasta la mayoría de los ingresos que consigue en alcohol, lo que deriva la mayoría de las veces en hechos violentos contra María o incluso contra los chicos. María tiene 32 años, no terminó la primaria y no sabe leer ni escribir. Aunque lo único que recibe son negativas, no deja de buscar algún trabajo que le permita poner un plato más de comida por día para los chicos o comprarles zapatillas para que no vayan descalzos a la escuela. Los ocho integrantes de la familia de María son parte de esos 26.779.729 argentinos y argentinas pobres.
En su misa por la VII Jornada Mundial de los Pobres del año pasado, el Papa Francisco dijo que “la pobreza es un escándalo” y llamó a escuchar los “gritos de dolor” de los más necesitados, los cuales son “sofocados por la indiferencia general de una sociedad ocupada y distraída”.
Coincido absolutamente con Francisco e interpreto que se refirió metafóricamente cuando habló de escuchar los “gritos de dolor”. Pero no es fácil escuchar los gritos de dolor de María o sus hijos porque los pobres no gritan. Quizás lo hicieron sus abuelos que también fueron pobres, o sus padres (un poquito menos fuerte), quienes también fueron pobres. Pero ella no grita… Años de vulneración de derechos en una sociedad que les fue absolutamente indiferente los llevó a entender que era mejor destinar su energía a conseguir el plato de comida de ese día en lugar de gritar algo que nadie escucha desde hace años.
Además de ser un escándalo, la pobreza debería ser una vergüenza para todos y cada uno de nosotros que pertenecemos al 42.6% de la población que no es pobre. ¿Cómo podemos llamarnos “seres sociales” y convivir indiferentes y distraídos con esta situación? Puedo entender que María no grite, pero aún no logro comprender nuestra pasividad y permisividad cívica para que esto se sostenga. Generalizo, lo sé. Pero lo hago para enfatizarlo. La actualidad de nuestro país es muy triste, pero hay esperanza. Contamos con miles de personas que no están distraídas ni son indiferentes, y que escuchan a quienes ya no gritan, pero hablan y expresan su dolor. Cientos de Organizaciones Sociales en todo el país atienen las necesidades más urgentes de ese 57,4% y dan de comer, brindan abrigo, ofrecen un techo, dan apoyo escolar, contienen, contienen y contienen.
El año pasado José, el hijo más grande de María, terminó la secundaria y estaba pensando en seguir sus estudios en algo relacionado con el arte, y buscar algún trabajo que le diera ingresos para cubrirlos y ayudar a su mamá y a sus hermanos.
En días en los que se escuchan fuertes críticas a las Organizaciones de la Sociedad Civil seamos conscientes de que a ellas les debemos mucho; tanto que ni siquiera podemos imaginarlo… Porque vaya uno a saber qué sería de nuestras calles si esa contención no existiera. Nunca es tarde para seguir el ejemplo de quienes las lideran y sumarse para dar una mano. Nunca es tarde para escuchar a quienes dejaron de gritar por sus derechos y, por qué no, gritar por ellos y por ellas.
(*) Magister en Diseño y Gestión de Programas Sociales, director del Observatorio de Responsabilidad Social de la Universidad Católica de Santa Fe y docente vinculado a la Cooperativa Cartoneros de Santa Fe.
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Nota publicada en El Litoral