Nosotros contra ellos: la política como inmunidad

La identidad política contemporánea no se afirma, se protege. La negatividad del nosotros es la protección frente a él “ellos”.  

Por Federico Aldao* 


*Nota al lector: Este artículo usa expresiones como identidad política y el “ellos” con un sentido preciso. La identidad política no alude a una afiliación partidaria, sino a cómo las personas se ubican emocional y simbólicamente en lo común. El “ellos” no refiere a un grupo fijo, sino a quien encarna la diferencia percibida como amenaza. Ambos conceptos —identidad y alteridad— están hoy desgastados por el uso automático. Sin embargo, siguen siendo necesarios si queremos pensar con claridad cómo se configuran las subjetividades contemporáneas, no desde lo que se afirma, sino desde lo que se excluye.


El “yo”, en este caso político, no emerge desde una vocación afirmativa, sino desde una lógica de exclusión, de expulsión. No se dice “soy esto” sino “no soy aquello”. En la negatividad del “ellos” se encuentra el único punto de referencia estable. El único lugar donde nos sentimos seguros y protegidos.  Lo político ya no construye comunidad, sino inmunidad. 

Claude Lévi-Strauss, destacó cómo las culturas se estructuran mediante oposiciones binarias: crudo/cocido, naturaleza/cultura, amigo/enemigo. Hay distinción porque existe oposición. Estas categorías, originalmente simbólicas, se han desplazado hacia dimensiones emocionales. La diferencia ya no se piensa o conceptualiza, se siente. Y se siente como amenaza. Ellos son vistos como amenaza. Nos domina la lógica de la inmunidad.  

En el ámbito político-social actual, esta dinámica simbólica y emocional se manifiesta claramente. Las redes sociales, los medios de comunicación y hasta las conversaciones cotidianas se ven atravesadas por una desconfianza inmediata hacia toda perspectiva que no reafirme lo propio. Lo diferente no se discute, se excluye; lo divergente no se enfrenta con argumentos, sino que se deslegitima por su origen. La alteridad se convierte en sospecha. La comunidad se reduce a una burbuja afectiva donde la sintonía emocional transforma lo diferente en sospechoso por definición. 

Jean-Luc Nancy, advirtió que la comunidad no es fusión, sino exposición al otro. Sin embargo, hoy esta exposición se percibe como debilidad, como tibieza. El nosotros se convierte en una muralla emocional. La comunidad se transforma en una zona blindada, cerrada a toda posibilidad de transformación o apertura. La fortaleza reside en encontrar argumentos constantes contra el “ellos”, hasta el punto de aceptar contradicciones internas al propio grupo. La negación es más importante.  

Ellos ya no son simplemente distintos, son intolerables. Se viven como peligro de contaminación. Los vínculos se construyen desde la prevención. Así, lo político adopta la forma de una inmunología afectiva: detectar y expulsar lo que no coincide con el propio sentir.  

Cuando nuestro sentir se absolutiza como único legítimo, el sujeto se organiza desde el rechazo. Se pierde el juicio. La subjetividad ya no afirma, se defiende. Lo hace a partir de decir: “no soy esto”. Pierde la orientación del “si”. Solo se posiciona. 

Charles Taylor, propone que la identidad no se construye en soledad. Habla de un “sí” interior, necesario para que la identidad se arraigue. No es sumisión, es consentimiento. Un acto silencioso de afirmación. Pero ese gesto se ha vuelto raro. Inviable. Imposible. No hay posibilidad de sentido.  

Ese “sí”, hoy, está en crisis. La subjetividad contemporánea se organiza desde el reflejo del peligro. Se blinda. Se atrinchera. No se pregunta qué quiere, sino contra quién está. Depende de la continuidad de la amenaza para sostenerse. De la necesidad de la creación de enemigos, donde sólo puede decir “yo” cuando ellos están allí para ser rechazados. Ellos se vuelven un insumo negativo que mantiene la identidad en estado de alerta. Se los necesita, pero solo para negarlos. Y ese rechazo constante, esa forma reactiva de estar en el mundo, vacía al sujeto. No habita su vida ni la narra. Solo la patrulla. Vigila la frontera en los límites con la periferia. 

Vivir a la defensiva, midiendo lealtades, ocupando trincheras, desplazando la libertad hacia una lógica de adhesión incondicional, no es solo una pérdida existencial. Es una forma de despolitización. Allí donde no hay afirmación de sentido, solo queda pertenecer. Y pertenecer, en este contexto, no es compartir una visión del mundo, es obedecer a un reflejo afectivo. 

Por ello, lo político ya no convoca a partir del bien común, sino a blindarse en una pertenencia. La pertenencia reemplaza al proyecto. La lealtad, a la convicción. La comunidad afectiva, al bien común. La libertad se ejecuta como consignas. La verdad es coincidir con los propios.  

En este clima afectivo nombrar un horizonte, elegir un bien, decir “sí” a algo que nos trasciende parece ingenuo o peligroso. Pero sin ese gesto interior, sin esa orientación que dé espesor y dirección, la subjetividad se repliega en una pura reactividad. Se hace incapaz de convivir, de escuchar, de imaginar o crear otra cosa.  

En este paisaje aparece la frase “yo elijo creer”. A primera vista, parece un gesto de confianza. Pero en realidad funciona como un blindaje afectivo. No se cree porque se conoce, se cree porque se necesita. Se elige creer no porque algo sea verdadero, sino porque reafirma la pertenencia. La creencia se convierte en escudo. 

En la fe política, el sujeto se expone a todo menos a sí mismo. No se pregunta por el sentido. Se aferra a la consigna. La pregunta es reemplazada por la consigna. Se elige creer para no tener que pensar, para no rendirse ante el abismo de no saber. No quiere comprender. Quiere coincidir. Frente a la duda, un título. Frente a ellos, una consigna. Así el acto de fe política no es búsqueda, sino frontera. No quiere mundo. Quiere reflejo. El “yo elijo creer” no es un acto de fe, sino un refugio afectivo que no busca mundo. Solo pertenecer.  

El ecosistema digital potencia esta lógica. La información se organiza en cámaras de eco. Bajo sesgos de confirmación que premian la reafirmación emocional y penalizan la duda. No hay espacio para el matiz, la ambigüedad o el pensamiento complejo. La plataforma recompensa la lealtad más que la argumentación. Así, la creencia se desconecta de lo real y se convierte en una forma de pertenencia cerrada, resistente a cualquier contraste. 

El discurso se inmuniza contra la duda. Toda crítica suena a traición. Pero quien cree para no dudar, ya no cree. Se entrega. Y quien se entrega sin pregunta, se pierde. No hay libertad donde la creencia se impone como protección. 

La negatividad agota. La pertenencia cerrada no protege: asfixia. La identidad que solo reacciona se desgasta. No se construye comunidad desde el miedo a ellos. Porque la inmunología política los convierte en virus. Donde todo es amenaza, ya no hay mundo. Solo encierro. Solo repetición. 

Pensar una política desde la afirmación exige otra lógica de lo común. No la del rechazo, sino la del sentido. Afirmar no es imponer, sino orientar. No se trata de tener razón, sino de abrir sentido. 

Salir de la negatividad no significa negar el conflicto ni idealizar la armonía. Significa dejar de definirnos solo por lo que rechazamos. Implica volver a preguntarnos qué valores nos convocan, qué bienes comunes merecen ser afirmados. 


*Federico Aldao es Profesor de Filosofía y tesista de la Licenciatura en Filosofía de la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad Católica de Santa Fe. Miembro y becario de investigación del Instituto de Filosofía en la misma facultad. 



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