El creciente ausentismo en las urnas se consolida como uno de los fenómenos más actuales de la democracia argentina. En las últimas elecciones provinciales y locales de 2025, la participación apenas alcanzó entre un 54% y un 60% del padrón, marcando uno de los pisos históricos más bajos desde el regreso de la democracia en 1983.
Para el licenciado y abogado Juan Pablo Julier, director del Observatorio de Política Internacional y secretario de Ciencia, Técnica y Extensión de la Facultad de Derecho y Ciencia Política, las causas combinan hartazgo y apatía: “Esta problemática del abstencionismo electoral debe ser entendida desde la óptica del ciudadano, de aquel que se siente convocado a las elecciones. ¿Por qué no ocurre? Al menos aquí en Argentina, donde el voto es obligatorio por ley. La gente no es que considere que el Estado no debería existir o dejar de ocuparse de ciertos asuntos. Por el contrario, entiende que sí debe hacerlo, y al ver que fracasa en estos puntos, se genera finalmente apatía o desinterés en concurrir a las urnas”.
El desencanto con el Estado y su incapacidad de dar respuestas a problemas estructurales, como la seguridad, alimenta la idea de que “votar no cambia nada en la vida cotidiana”. Esta desilusión se traduce en un debilitamiento de la confianza ciudadana en el sistema democrático. “Se mezcla una expectativa insatisfecha con poca esperanza de que haya un cambio en el futuro. Y es la tormenta perfecta. Si todo parece más de lo mismo, la convocatoria pierde fuerza”, advierte Julier.
El especialista también señaló que el reclamo por respuestas inmediatas es un signo de los tiempos: “Desde los 90, y ahora con el streaming y el scrolleo, queremos todo en dos segundos. Además, las agendas de muchos partidos, especialmente los tradicionales, se han vuelto extremadamente palaciegas; es decir, están muy centrados en cuestiones de política interna y no saben cómo hablarle a la gente. Esto requiere una autoevaluación, mucho trabajo y una renovación partidaria para ir cambiando estas perspectivas y, en primer lugar, activar la esperanza.
El sistema político argentino no funciona mal: hay alternancia de poder y rara vez las elecciones son discutidas. Pero el problema pasa por el mensaje que la política le transmite a la sociedad, un aspecto que va más allá de la forma del sistema político o de las leyes que lo estructuran.”
En la misma línea, el sociólogo Emilio Scotta, docente e investigador de la UCSF y consultor en la agencia Influencia, remarcó que la tendencia al ausentismo viene en descenso desde hace cuatro décadas: “En los 80 votaba casi el 90% del padrón; hoy, con suerte, alcanzamos el 70% y en algunas elecciones intermedias se perfora ese piso”. Para Scotta, el 2025 mostró un agravante: la falta de incentivos claros.
La baja visibilidad del rol legislativo, la escasa propaganda electoral en la vía pública y el desinterés ciudadano por proyectos colectivos hacen que la política no logre interpelar al electorado. El investigador describe que el Estado como institución no ha seguido los caminos de modernización que tal vez han tenido los campos de la comunicación, tecnología o economía. “Es más un milagro que una catástrofe que haya ido a votar el 55% de la población”, graficó.

Según el sociólogo, hay tres tendencias principales que se observan en el electorado: una predisposición al cambio por sobre la continuidad, donde esta última suele asociarse con lo rutinario y lo inmóvil, mientras que el cambio aparece como una necesidad constante que solo los buenos gobiernos logran contener; un pasaje de los proyectos colectivos a demandas individuales y de corto plazo, vinculadas al “metro cuadrado” de cada ciudadano, lo que obliga al Estado a equilibrar tensiones y consensos cada vez más difíciles; y finalmente, el reemplazo del voto informado por el voto sentido, donde lo que prevalece ya no son los programas de gobierno ni las propuestas legislativas, sino la identificación emocional con los candidatos, en un escenario donde la comunicación se vuelve clave pero no puede sustituir las definiciones políticas de fondo. “Se ha pasado a un proceso de individualización, donde la comunicación quedó en manos de los funcionarios que ocupan roles circunstanciales en el Estado, y eso confunde”, describió.
Los grupos más propensos a la abstención son los jóvenes, los adultos mayores y los sectores vulnerables. En particular, los jóvenes vienen experimentando desde hace años la pérdida de expectativas de ascenso social. “Se encuentran en una etapa vital de proyectar, pero en un país que les recorta esas posibilidades. Eso genera enojo y apatía electoral”, explicó Scotta.
En el caso de los sectores pobres, la lógica es similar: la confianza en que el Estado pueda garantizar mejoras sostenidas se ha debilitado. Hoy reconocen que la posibilidad de salir adelante depende más del esfuerzo individual o comunitario que de la acción estatal. “En muchos casos, se vive la idea de progresar a pesar del Estado, y no gracias a él”, resaltó.
Ambos especialistas coinciden en que el problema no se resuelve con cambios técnicos en el sistema de votación, sino con una renovación de la política, capaz de ofrecer soluciones concretas y reconstruir la esperanza en la democracia.
