Por Federico Viola (*)

La democracia, con toda su brillantez y fragilidad, parece ser el régimen político más avanzado que la humanidad ha logrado estructurar hasta la fecha. Sin embargo, en cuanto tal no es invulnerable ni está predestinado al éxito. Cornelius Castoriadis nos recuerda en sus agudas reflexiones que la democracia es, en su esencia, el único régimen que asume conscientemente el riesgo de su propia posibilidad de fracaso. ¿Cómo es esto posible? La respuesta yace en la complejidad misma de la libertad y la autonomía que promueve.
El momento histórico actual está, justamente, marcado por un número creciente de conflictos que ponen a prueba la estabilidad y la resiliencia de los regímenes democráticos occidentales. Ejemplos como la guerra en Ucrania (a las puertas de Europa), y el persistente e interminable conflicto palestino-israelí en Medio Oriente, ilustran cómo las democracias occidentales se ven afectadas directa e indirectamente por las tensiones geopolíticas globales. Estos conflictos no solo desestabilizan a las regiones directamente involucradas, sino que también generan ondas expansivas políticas, económicas y sociales que afectan a países de todo el orbe.
En este sentido, el escritor e historiador israelí Yuval Harari advierte que, a pesar de nuestro progreso tecnológico y social, la humanidad no se encamina hacia un destino paradisíaco garantizado. En su visión, cada avance tecnológico y cada cambio sociopolítico conlleva nuevos riesgos y desafíos que podrían alterar o incluso revertir los logros de las sociedades democráticas. El autor de “Sapiens: De animales a dioses” subraya por eso la importancia de reconocer que nuestra realidad global es frágil y que los beneficios alcanzados por las democracias modernas pueden ser efímeros si no se gestionan con prudencia y visión de futuro. Esta perspectiva se alinea con la visión de Cornelius Castoriadis sobre la democracia como un régimen inherentemente trágico y vulnerable, que requiere una vigilancia constante y una adaptación activa ante las amenazas tanto internas como externas. La situación actual del mundo es un ejemplo palmario de esto.
El reconocimiento de que no existe un destino asegurado para la humanidad nos obliga, de esta forma, a reflexionar sobre el papel de la democracia en un mundo incierto. No es suficiente con defender los valores democráticos dentro de nuestras fronteras; es imperativo extender esta defensa en el ámbito global, ponderando cómo las políticas exteriores y las relaciones internacionales de las democracias pueden ser orientadas hacia la promoción de la estabilidad y la paz.
Estas consideraciones, empero, nos confrontan con un panorama inusualmente honesto y hasta cierto punto inquietante: la democracia no posee garantías últimas. Es un sistema que se sustenta en la autolimitación y la capacidad reflexiva de sus ciudadanos. Este régimen, al contrario de lo que muchos podrían pensar, no se erige sobre pilares pretendidamente fundamentales e inamovibles ni se protege con vallas infranqueables contra los errores humanos. Por el contrario, está construido sobre la educación del ciudadano en su sentido más amplio y profundo. Educación que forma a los individuos en la dualidad de acatar la ley y, al mismo tiempo, cuestionarla.
La democracia se manifiesta así como un régimen trágico precisamente porque no escapa de su propia vulnerabilidad. Admite, de forma abierta y sin subterfugios, la posibilidad de autodestruirse. La historia está llena de ejemplos de democracias que han florecido y también de aquellas que han caído en espirales de autodestrucción, a menudo precipitadas por los mismos ciudadanos que las sustentaban. Los ejemplos de la Atenas clásica o de la República de Weimar ilustran cómo los sistemas democráticos pueden ser desmantelados desde dentro, no tanto por invasiones o catástrofes externas, sino por la erosión de los valores y prácticas democráticas entre sus propios integrantes.
La democracia requiere, por eso, de la habilidad de captar los momentos críticos y las oportunidades en las que se decide no solo el destino de un gobierno, sino el futuro del propio sistema. Esta era precisamente la concepción griega del tiempo como kairós, es decir como “momento máximo de responsabilidad en cuanto se exige una toma de decisión frente a una situación que es irremediablemente efímera y, a su vez, irrepetible”. La capacidad de reconocer y aprovechar estos puntos de inflexión define en gran medida la trayectoria de una nación, cuando no el destino entero de la humanidad. Así, el progreso no es un camino lineal o inevitablemente ascendente; es una serie de oportunidades históricas concretas que pueden ser tanto aprovechadas como desperdiciadas.
Frente a este escenario, la responsabilidad ciudadana se convierte en el faro que guía el barco de la democracia. No hay determinismos históricos que aseguren un desenlace feliz y permanente. Somos nosotros, con nuestro compromiso activo y nuestra deliberación constante, quienes tenemos en nuestras manos la posibilidad de moldear el futuro. La libertad, ese estandarte de las democracias, conlleva una responsabilidad enorme: la de elegir entre la construcción o la ruina. En definitiva, debemos decir que la democracia es un experimento humano continuo, un ensayo lleno de pasión y de riesgos.
En este sentido es imperioso no concebir la democracia simplemente como un conjunto de procedimientos o como una garantía de estabilidad, sino como un compromiso activo con nuestra propia libertad y con la capacidad de decidir nuestro destino colectivo. En este contexto, cada ciudadano no solo es un votante, sino un guardián activo de la democracia, llamado a defenderla no solo contra sus enemigos declarados, sino también contra la complacencia y la negligencia. La acción política se revela, entonces, no sólo como una promesa de grandeza sino sobre todo como una invitación perpetua a la vigilancia y a la acción responsable frente a los desafíos de la época.
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(*) Doctor en Filosofía. Director del Instituto de Filosofía de la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad Católica de Santa Fe.
Nota de Opinión publicada en El Litoral