Del culto al juicio: por una ética sin espectáculos

*Federico Viola

Toda época tiene sus ceremonias. La nuestra, cada vez más, gira en torno al juicio moral. No importa tanto qué ocurrió, sino a quién podemos señalar. No se trata de entender los hechos, sino de asignar rápidamente un rol en el guión: ¿héroe o monstruo? 

Vivimos en una época de una justicia escénica, de una ética de efectos especiales. Se aplaude, se condena, se cancela. El problema no es solo mediático. Es estructural. Bajo esta lógica, la ética deja de ser reflexión sobre lo humano para convertirse en performance de lo virtuoso. Y como toda performance, necesita público, ovación y víctima. 

Nietzsche ya lo había sospechado. Lo que hoy llamamos “ética” muchas veces no es más que resentimiento organizado. No se busca el bien, se busca un enemigo. No se construye sentido, se administra indignación. El juicio moral, como espectáculo, tranquiliza: alguien es culpable, nosotros no. Alguien debe pagar, el resto puede dormir tranquilo. 

Esta lógica binaria —de dioses y demonios— simplifica el mundo para hacerlo digerible. El héroe es una figura ornamental: sirve para que aplaudamos sin preguntarnos nada. El monstruo, una figura higiénica: canaliza todo lo inaceptable de nosotros mismos. Ambos, en realidad, son prótesis simbólicas de una ética incapaz de mirar al ser humano como es: ambiguo, contradictorio, común. 

Pero si hay algo más peligroso que un monstruo, es un monstruo útil. Y si hay algo más ilusorio que un héroe, es un héroe funcional. El moralismo construye estos ídolos no para protegernos del mal, sino para sostener un orden. Uno en el que pensar es riesgoso y dudar es sospechoso. 

La justicia, en este contexto, pierde su vocación de reparación y se convierte en acto ritual. No se trata de atender al daño, sino de producir un relato que cierre. Por eso se apuran las condenas y se eternizan los titulares. Un crimen no es interesante por lo que revela, sino por lo que permite ocultar: la estructura. El juicio, así, se vuelve una forma de entretenimiento con pretensiones de verdad. 

Hannah Arendt lo explicó de manera brutal en su análisis de Eichmann. No era un monstruo, ni un genio del mal. Era un burócrata obediente, incapaz de pensar. Eso era lo perturbador. No había en él una voluntad de destrucción, sino una incapacidad de juicio. Arendt hablaba de la “banalidad del mal”, pero hoy podríamos hablar también de la “banalidad del juicio”: esa necesidad de reducir lo complejo a etiquetas morales. 

Nietzsche, desde otro lugar, diría que el juicio no busca justicia, sino redención. Y que quien necesita héroes está buscando un dios, no una ética. El problema es que, cuando la moral se convierte en teología, el pensamiento muere. Se impone el dogma, la sospecha, la caza simbólica. 

Todo esto tendría gracia si no tuviera consecuencias reales. Porque el espectáculo moral anestesia. Nos hace sentir partícipes de una causa solo por indignarnos. Nos impide ver que la mayoría del mal —y también del bien— no se hace en nombre de ideales grandiosos, sino por obediencia, miedo, rutina o descuido. Es ahí, en ese terreno opaco, donde deberíamos volver a mirar. 

La ética, si quiere ser algo más que un aplausómetro de buenas intenciones, debe abandonar el escenario. No necesita luces ni púlpitos, sino oído. No se cultiva en la espectacularidad del juicio, sino en la atención. Escuchar antes que acusar. Comprender antes que clasificar. 

Esto no significa justificar el daño. Al contrario: significa tomárselo en serio. Porque mientras nos distraemos con monstruos cinematográficos, los verdaderos responsables —colectivos, estructurales, comunes— siguen operando con eficiencia burocrática. 

¿Y si en vez de buscar culpables perfectos, empezáramos por preguntarnos cómo contribuimos —cada uno— a reproducir lo que decimos condenar? 

Tal vez, entonces, podamos abandonar el culto al juicio y recuperar una ética que no necesite ídolos. Una ética que no se base en la exaltación ni en la condena, sino en la responsabilidad concreta. Que no exija héroes, ni acepte monstruos, sino que se anime a mirar al sujeto humano en su espesor: falible, banal, y sin embargo capaz de cuidado. 

Quizás esa ética —la que no se representa, sino que se practica— sea la única que nos queda por inventar.


Federico Viola, Doctor en Filosofía y director del Instituto de Filosofía de la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad Católica de Santa Fe. 



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