Por Federico Aldao*
La política, como actividad esencial en la vida colectiva, enfrenta una crisis profunda, especialmente en su relación con el ámbito público. Este espacio, concebido como un lugar de encuentro libre e igualitario entre personas con diversidad de perspectivas, se ve amenazado por cambios estructurales y tecnológicos. Recuperar la política como un fin en sí mismo requiere revitalizar el espacio público, y en este contexto, pensar en cómo el entorno digital puede ser parte de esa reconstrucción es clave.
Según la filósofa Hannah Arendt, el espacio público, que ella denomina “espacio de aparición”, es fundamental para la acción y el discurso. Es el lugar donde las personas se presentan tal como son, interactúan y construyen colectivamente un mundo común. Sin embargo, este concepto enfrenta desafíos en la era digital: ¿puede un entorno mediado por algoritmos permitir esa pluralidad y autenticidad, o está diseñado para fomentar burbujas de opinión y versiones editadas de nosotros mismos?
Por su parte, el filósofo Cornelius Castoriadis aporta la noción del “imaginario social”, ese conjunto de valores y significados que permiten a una sociedad definirse. En el entorno digital, sin embargo, este imaginario parece cada vez más controlado por grandes corporaciones y algoritmos. Esto plantea preguntas urgentes: ¿somos los ciudadanos quienes creamos los valores compartidos, o nos limitamos a consumir significados moldeados por intereses externos?
Ambos pensadores, desde perspectivas diferentes, coinciden en que el espacio público es esencial para la democracia. Pero el entorno digital, que debería facilitar ese encuentro plural y autónomo, presenta limitaciones preocupantes. Las redes sociales, en lugar de fomentar debates diversos, tienden a reforzar sesgos de confirmación, mientras que los algoritmos priorizan la popularidad sobre la profundidad. ¿Estamos realmente participando en un espacio democrático, o habitamos un ámbito que fragmenta y controla nuestras interacciones?
No obstante, el espacio digital también representa una oportunidad sin precedentes para repensar la participación ciudadana. Las herramientas tecnológicas pueden ser diseñadas para fomentar la deliberación y el encuentro, dando voz a personas y ciudadanos marginados y permitiendo la construcción de redes más inclusivas y descentralizadas. Para lograrlo, es necesario promover un diseño ético de las plataformas, enfocado en la autonomía de los usuarios y en la promoción de debates genuinos en lugar de interacciones manipuladas por intereses comerciales.
Frente a esta realidad, los ciudadanos tenemos un papel activo que asumir. Recuperar el espacio público, incluso en su versión digital, requiere repensar nuestra forma de habitarlo: participar conscientemente, cuestionar las lógicas que rigen las plataformas y exigir marcos regulatorios que prioricen el bien común. Solo así podremos transformar el espacio digital en un ámbito verdaderamente democrático, donde tanto la acción individual como la construcción colectiva sean posibles y significativas.
La pregunta que queda abierta es crucial: ¿podemos transformar el espacio digital en un verdadero espacio público, o nos resignamos a una ilusión de pluralidad bajo el control de intereses externos? La respuesta determinará no solo el futuro de la política, sino también nuestra capacidad de construir un mundo común y democrático en la era digital.
*Miembro y becario de investigación en el Instituto de Filosofía de la FFH-UCSF.