Mgter. Arq. Juan C. Ortiz*
Al recorrer las calles interiores de la necrópolis local, un sentido pesar inunda al visitante, no es el dolor por la pérdida de un familiar o amigo sino por la desaparición de un patrimonio documental: la identidad de las tumbas que han sido profanadas deja un profundo dolor por la irreverencia que tales acciones comportan.
Los cementerios se están convirtiendo en territorios del olvido, espacios heterótopos -en palabras de Foucault, aquellos espacios culturales o discursivos que se asimilan como absolutamente otros por su carácter perturbador e incompatible con la vida, una suerte de ruptura terminante del hombre con su tiempo habitual- que no han podido ser reintegrados a la dinámica de la vida.
Las sociedades contemporáneas se muestran cada vez más esquivas al tema de la muerte en la ritualidad tradicional, apelando regularmente a otros tipos de inhumaciones, en cementerios parque, por ejemplo, los que hacen desaparecer en superficie aquel registro arquitectónico y simbológico usual como expresión de fuertes creencias religiosas; o las cremaciones, las que reducen a cenizas no sólo el cuerpo sino también el recuerdo y la memoria de los que nos precedieron, con el esparcimiento de los remanentes en ríos y montañas.
Los cementerios tradicionales no anulan el recuerdo, sino que preservan la memoria y son repositorios de datos del pasado. En el cementerio, el difunto es recuperado o reintegrado en el plano social al que pertenecía a través de estructuras conmemorativas, placas y exvotos, la que explicitan el ritual del culto a los antepasados y otorgan sentido a quien yace en su morada eterna. La tumba es también una forma de habitar la eternidad.
En este sentido, el cementerio municipal, en sus diferentes tipologías funerarias, establece una relación con los dogmas católicos, al priorizar el sitio de deposición del cuerpo del difunto, y hacer visible a través de las formas arquitectónicas y escultóricas la función mediadora del espacio funerario, el que inaugura un tiempo de espera. Lejos de anular la memoria física del que ha partido la tumba genérica representa en cierto modo la continuidad de aquella, proveyendo espacio seguro y coordenada fija para la deposición del cuerpo sin vida. Memorial permanente que en superficie disponía, en las bóvedas familiares, incluso de una capilla para el culto privado, espacio de convergencia espiritual en el que los deudos podían sentirse cerca del que había partido.
El cementerio es el lugar institucionalizado donde se objetiva la muerte y es también el ámbito de la topofobia, como espacio que genera temor y repudio. Allí se depositan restos humanos, allí se viven y se manifiestan de diferentes maneras el dolor por la pérdida; es un espacio significativo en el proceso de duelo, en la asimilación y la aceptación de la muerte como circunstancia inexorable.
La voz latina mento mori -recuerda que morirás-, bien refiere a la mortalidad y la fugacidad de la existencia terrenal, condición de la que pretenden vanamente alejarse las visiones o posturas más hedonistas de las sociedades contemporáneas, dejando la muerte y los muertos off line, en una voluntad amnésica que evita la cuestión a toda costa. Las necrópolis se vacían, no de difuntos sino de vivos, de deudos que en tiempos no tan pretéritos solían acudir en tren de visita y evocación para rendir culto a los antepasados.
Liberado así el cementerio de la presencia permanente y cotidiana de deudos, se han igualmente liberado sus calles y pasadizos para la rapiña y el robo de todo tipo de elementos metálicos, fundamentalmente de placas de bronce. El tan preciado metal es el objetivo del despiadado modus operandi de ladrones que no escatiman esfuerzos para realizar su faena atroz, aún a plena luz del día.
La desaparición de placas de valor, como el caso de la placa de bronce del artista Eduardo Cammilli en la tumba del Dr. Luis Reggiardo, supone una actividad delictual de mayor impacto, y que no ha sido investigada o bien por las autoridades competentes o porque la incompetencia de los responsables de la custodia de tales bienes nunca logró resolver.
Las placas son documentos de época y de ocasión, van construyendo estas nuevas identidades postmortem, nos recuerdan quiénes fueron y quiénes son los difuntos, cuáles han sido sus contribuciones en vida, cómo se han tejido aquellas tramas sociales particulares, relaciones que se perpetúan en estos espacios necrológicos en una suerte de distribución socio territorial representativa a imagen de la ciudad de los vivos.
El robo no es cualquier robo, es robo de identidad. Robo en el sentido de la desaparición o la extinción documental, que pesa ahora sobre la memoria de nuestros muertos, y que es imposible recuperar una vez consumado el ilícito. Se atenta a su vez contra la posibilidad de patrimonializar el sector de mayor valor histórico del Cementerio Municipal de Santa Fe, ya que las tumbas se han quedado mudas. Ya no hay relatos que atender en sus paramentos exteriores, ya no hay rastros o registros en superficie de sus nobles moradores.
Incontables son los panteones robados y miles las placas faltantes. Resulta imposible realizar un conteo, pero basta un recorrido breve por las calles principales del cementerio para darse cuenta que el fenómeno es intenso y afecta a todo tipo de estructura funeraria, desde las tumbas más sencillas y que alguna vez dispusieron de alguna pequeña placa de bronce, como a las más importantes y que otrora estaban tapizadas en sus fachadas principales de placas recordatorias de variable factura artística. La desaparición deja un vacío visible en los paramentos de cada bóveda familiar o tumba, un rastro evidente de lo que se perdió. No son pocas aún las placas que se encuentran dobladas o forzadas en el intento por extraerlas.
Territorio del olvido, la necrópolis local, no sólo para familiares, amigos y deudos de difuntos, sino para los gestores de lo público, quienes con el mismo rigor mortis de los muertos que allí descansan, no atinan a tomar decisiones relevantes en pos de la defensa de un patrimonio invaluable para los santafesinos que vamos perdiendo inexorablemente en manos de la desidia.
*Director del Instituto de Historia, Teoría y Crítica de Arquitectura y Patrimonio (IHTCAP) – Universidad Católica de Santa Fe
Dependiente de la Facultad de Arquitectura y Diseño de la UCSF, el Instituto de Historia, Teoría, y Crítica de la Arquitectura y del Patrimonio a partir de sus objetivos busca estimular la investigación en temas vinculados a la historia de la arquitectura y de la conservación del patrimonio tangible e intangible entre los docentes del área y los estudiantes en general; así como promover la formación de recursos humanos en la especialidad a partir del intercambio académico y científico con profesores y especialistas de instituciones de nivel superior locales, nacionales o internacionales.
Asimismo, propende a la conformación y desarrollo de equipos de trabajo interdisciplinarios para satisfacer servicios a la comunidad en cuestiones teóricas y prácticas vinculados a su especificidad.
Nota publicada en El Litoral